viernes, 15 de febrero de 2013


PLATIÁGORA, LA FORTALEZA
(Parte 1)
Si la miraran desde la cúpula celeste, verían un conjunto de signos extraños; las terrazas for-
man, por tradición, desde el cielo hacia abajo, símbolos que representan notas musicales  y figu-
ras del cosmos musical que soñó poéticamente uno de los homenajeados en su nombre.
Es una especie de bola metálica, infranqueable, donde las personas realizan actividades
de acuerdo a su capacidad y obtienen lo que necesitan a cambio para vivir.  De arriba hacia a-
bajo, los habitantes van mudándose, para que al menos una vez cada persona haya vivido en 
cada morada de la ciudad. Como la propiedad es colectiva, con el simple acuerdo de pa-
labra entre las familias es suficiente. Los ancianos eligen  primero, y al cumplir los setenta 
años se mudan definitivamente al primer hogar que habitaron -o donde nacieron- para espe-
rar la muerte. “Todo es un círculo en la vida. Todo círculo comienza con un primer 
punto, y la muerte es el punto final, el más parecido al primero, aunque no deje de ser uno 
más”, dicen.
Un insólito fenómeno los deja sin sueño: el conocimiento; sobre todo el de los motivos ocultos 
de la arquitectura musical de la localidad. Dice la leyenda que hay un único sitio desde el cual 
se divisa, al menos por un momento, la razón del universo. Y los que se aventuraron a ese 
último balcón, en la cima de la última pared de la ciudad, donde apenas cabe medio pie, 
pudieron leer algunas notas o entonar algún fragmento de música celestial, pero, poseídos por 
una misma emoción frenética, al girar sobre su eje, invariablemente cayeron al abismo: 
tal es el precio por intentar conocer lo que sólo a los dioses les es reservado.
Cuando la ciudad fue creada, a partir de una fortaleza circular, los arquitectos idearon su 
forma pensando en los antiguos. Nunca pensaron que la gente se acoplara tan rápidamente 
a una idea tan descabellada como coherente. Algunos teorizaron que tal vez la armonía uni-
versal encontrara su último bastión de resistencia precisamente allí. Otros, opinaron que el 
caos circundante se mantendría afuera debido a la imposibilidad de acceder a la ciudad por 
tierra o por aire: soldados armados, temerarios e incorruptibles, vigilan celosamente los a-
ccesos, enclavados detrás de profusos laberintos que sólo conocen los ancianos, y transmiten 
con suma cautela de generación en generación.
El microplaneta plateado encandila los ojos que lo ven.
La ciudad se autoabastece. Genera sus propios alimentos, recursos y energía, que el 
metal acumula, conserva y transmite. Hay escaleras y vertiginosos caminos verticales 
que comunican las casas y los patios. Las calles peatonales son ínfimas, y a los costados, en
los muros, hay incontables salientes que permiten a los habitantes sostenerse para ayudar-
se a bajar y subir. Son personas muy estudiosas y amables. Quienes avasallan los derechos de 
los demás son expulsados sin juicio previo, se los escolta hacia uno de los laberintos y nadie 
sabe nunca más de ellos. Una estricta moral laica, enseñada en las familias y los salones de 
clase hasta los veinte años es la base de su cultura. Nadie sufre hambre, todos tienen 
sus necesidades satisfechas y trabajan lo necesario en pos de la sociedad y de sus familias.
Algunos dicen oír por la noche una respiración profunda, artificial, generosa, que los envuelve 
en un sueño pacífico y blanco. “Cuando la ciudad respira es porque es libre”, dicen los mayo-
res. Y tal vez pueda ser cierto que en ese lugar, precisamente, los seres humanos puedan 
ser seres simbióticos y no parasitarios de su hábitat, como en el resto del mundo. 
Afuera, circulan míticas historias acerca del Concejo de Ancianos, que elige y determina el 
destino de los hombres, sobre qué hacen con sus muertos, o fabulan acerca de que les 
lavan el cerebro, o se preguntan cómo desechan  la basura,  y algunos critican la cerrazón 
de la fortaleza de acero, pero secretamente envidian su utopía cumplida. El mundo no en-
tiende cómo su aislamiento le permite subsistir en un espacio tan acotado, ni cómo se con-
siguió congregar de manera tan selecta un grupo de personas que realmente tienen una 
común- unidad -sino la única que existe-.
 Una vez al año, cinco soldados armados se asoman al exterior durante la aurora boreal, 
y en medio de la extraña iluminación natural del cosmos realizan diez preguntas enig-
máticas, siempre diferentes, a la gente agolpada en los abismos. Quienes pueden contes-
tarlas, ingresan a la urbe, tienen asegurado  un hogar y trabajo. Vivirán para siempre en ese 
ignoto paraíso terrenal, vedado al resto de la humanidad, y jamás querrán volver al exterior 
por su propia voluntad. Los demás, quedarán en el mundo externo, plagado de incertidum-
bres y envidias masticadas amargamente, como plegarias inversas que no buscan la audición
de ningún oído, sino sólo dirigir su extraño amor-odio hacia la ciudad- fuerte, a la que saben 
que añorarán por siempre, a la que criticarán por su eterna reclusión, a la que nunca ingresa-
rán  la necedad ni las pasiones destructivas  intrínsecas a los hombres.

No hay comentarios:

Publicar un comentario