viernes, 15 de febrero de 2013


PLATIÁGORA, LA FORTALEZA
(Parte 1)
Si la miraran desde la cúpula celeste, verían un conjunto de signos extraños; las terrazas for-
man, por tradición, desde el cielo hacia abajo, símbolos que representan notas musicales  y figu-
ras del cosmos musical que soñó poéticamente uno de los homenajeados en su nombre.
Es una especie de bola metálica, infranqueable, donde las personas realizan actividades
de acuerdo a su capacidad y obtienen lo que necesitan a cambio para vivir.  De arriba hacia a-
bajo, los habitantes van mudándose, para que al menos una vez cada persona haya vivido en 
cada morada de la ciudad. Como la propiedad es colectiva, con el simple acuerdo de pa-
labra entre las familias es suficiente. Los ancianos eligen  primero, y al cumplir los setenta 
años se mudan definitivamente al primer hogar que habitaron -o donde nacieron- para espe-
rar la muerte. “Todo es un círculo en la vida. Todo círculo comienza con un primer 
punto, y la muerte es el punto final, el más parecido al primero, aunque no deje de ser uno 
más”, dicen.
Un insólito fenómeno los deja sin sueño: el conocimiento; sobre todo el de los motivos ocultos 
de la arquitectura musical de la localidad. Dice la leyenda que hay un único sitio desde el cual 
se divisa, al menos por un momento, la razón del universo. Y los que se aventuraron a ese 
último balcón, en la cima de la última pared de la ciudad, donde apenas cabe medio pie, 
pudieron leer algunas notas o entonar algún fragmento de música celestial, pero, poseídos por 
una misma emoción frenética, al girar sobre su eje, invariablemente cayeron al abismo: 
tal es el precio por intentar conocer lo que sólo a los dioses les es reservado.
Cuando la ciudad fue creada, a partir de una fortaleza circular, los arquitectos idearon su 
forma pensando en los antiguos. Nunca pensaron que la gente se acoplara tan rápidamente 
a una idea tan descabellada como coherente. Algunos teorizaron que tal vez la armonía uni-
versal encontrara su último bastión de resistencia precisamente allí. Otros, opinaron que el 
caos circundante se mantendría afuera debido a la imposibilidad de acceder a la ciudad por 
tierra o por aire: soldados armados, temerarios e incorruptibles, vigilan celosamente los a-
ccesos, enclavados detrás de profusos laberintos que sólo conocen los ancianos, y transmiten 
con suma cautela de generación en generación.
El microplaneta plateado encandila los ojos que lo ven.
La ciudad se autoabastece. Genera sus propios alimentos, recursos y energía, que el 
metal acumula, conserva y transmite. Hay escaleras y vertiginosos caminos verticales 
que comunican las casas y los patios. Las calles peatonales son ínfimas, y a los costados, en
los muros, hay incontables salientes que permiten a los habitantes sostenerse para ayudar-
se a bajar y subir. Son personas muy estudiosas y amables. Quienes avasallan los derechos de 
los demás son expulsados sin juicio previo, se los escolta hacia uno de los laberintos y nadie 
sabe nunca más de ellos. Una estricta moral laica, enseñada en las familias y los salones de 
clase hasta los veinte años es la base de su cultura. Nadie sufre hambre, todos tienen 
sus necesidades satisfechas y trabajan lo necesario en pos de la sociedad y de sus familias.
Algunos dicen oír por la noche una respiración profunda, artificial, generosa, que los envuelve 
en un sueño pacífico y blanco. “Cuando la ciudad respira es porque es libre”, dicen los mayo-
res. Y tal vez pueda ser cierto que en ese lugar, precisamente, los seres humanos puedan 
ser seres simbióticos y no parasitarios de su hábitat, como en el resto del mundo. 
Afuera, circulan míticas historias acerca del Concejo de Ancianos, que elige y determina el 
destino de los hombres, sobre qué hacen con sus muertos, o fabulan acerca de que les 
lavan el cerebro, o se preguntan cómo desechan  la basura,  y algunos critican la cerrazón 
de la fortaleza de acero, pero secretamente envidian su utopía cumplida. El mundo no en-
tiende cómo su aislamiento le permite subsistir en un espacio tan acotado, ni cómo se con-
siguió congregar de manera tan selecta un grupo de personas que realmente tienen una 
común- unidad -sino la única que existe-.
 Una vez al año, cinco soldados armados se asoman al exterior durante la aurora boreal, 
y en medio de la extraña iluminación natural del cosmos realizan diez preguntas enig-
máticas, siempre diferentes, a la gente agolpada en los abismos. Quienes pueden contes-
tarlas, ingresan a la urbe, tienen asegurado  un hogar y trabajo. Vivirán para siempre en ese 
ignoto paraíso terrenal, vedado al resto de la humanidad, y jamás querrán volver al exterior 
por su propia voluntad. Los demás, quedarán en el mundo externo, plagado de incertidum-
bres y envidias masticadas amargamente, como plegarias inversas que no buscan la audición
de ningún oído, sino sólo dirigir su extraño amor-odio hacia la ciudad- fuerte, a la que saben 
que añorarán por siempre, a la que criticarán por su eterna reclusión, a la que nunca ingresa-
rán  la necedad ni las pasiones destructivas  intrínsecas a los hombres.

PLATIÁGORA, LA INVASIÓN
Caballos de relinchos sangrientos atropellan las piedras con armaduras negras de metal. Se ha oído que Platiágora tiene una entrada secreta escondida en uno de sus esbeltos muros. Se ha dicho -se ha supuesto- que los guardias armados no estarían aguardando el empellón del otro lado porque hoy es el aniversario de la ciudad, y la gente se reúne sin excepciones a cocinar en la plaza, debajo de los árboles, todas las recetas que representan su gastronomía ignota.
Se habla de sabores inexplicables, de especias generadas allí mismo, que, transmitidos de generación en generación, han evolucionado de manera tal que ningún paladar ha probado nunca si no ha vivido allí. “La tradición no debe ser una maldición- dicen- que repita al infinito los errores del pasado, sino un trampolín hacia el futuro, y sólo se mantiene intacto lo que adquiere sentido para cada generación”. Del mismo modo, actúan frente a todas sus acciones. Sólo puede dedicarse a una profesión alguien que pueda hacerla sumando algo nuevo y  valioso a dicho trabajo. “La vocación- dicen- no es más que la inclinación creativa y productiva hacia algo, y la creatividad es un llamado de los creadores, que les avisan a las personas, mediante su don, que su destino es el que ellas elijan, porque es el que mejor podrán realizar”. Una de sus máximas –siempre indagaciones, nunca afirmaciones- es: “El maestro sólo puede enseñar cuando su modo de ver las cosas es original y poderoso, si no, ¿qué enseñaría a quienes viven en su propia cultura que ya no supieran por vivir en ella, antes o después?”
Los métodos de su majestuosa cocina son igualmente misteriosos: carnes cocidas a la leña que conservan su color rojo aún después de horas de ablandarse entre ramas en el fuego, vegetales desmesurados que untan en cremas de colores insólitos, como el naranja, el azul y el violeta; olores que despiertan y alientan el apetito; aromas que activan las pasiones humanas o las calman; fragancias que endulzan todos los otros sentidos en un festival de colores, imágenes y sabores desconocidos.
Nadie puede decir de dónde provienen los rumores, pero se han oído voces traídas por el viento -que es de todos- y extraños efluvios y humos tonalizados con las más variadas combinaciones de color, incongruentes con los alimentos conocidos por los de afuera.
Todos los ojos miran y no ven. Todos los oídos oyen y no escuchan.
La fiesta, adentro, continúa.
Los intentos son alentados por la gente, agolpada en los abismos. Todos quieren entrar, saber, descubrir, qué sucede ahí dentro. Los más valientes gritan, se dan recíproco aliento, se sostienen en su pretensión absurda de atravesar las barreras infranqueables del microplaneta.
Cuando parece que los muros fueran a ceder, se torna un fragmento de roca impenetrable; y otra vez a golpear, a hachar, a empujar, a derroer la incertidumbre con un ácido, una mezcla indescifrable, un artefacto diseñado para desarmar los cimientos de un monasterio decimonónico.
Se oye un silencio tenebroso de golpe.
Una horda de habitantes de la fortaleza se dispone a salir, y trae enormes canastas con ofrendas para los valerosos invasores. Todos vienen descalzos, y llevan abundantes manjares exquisitos y ropajes andrajosos. Detrás de ellos, las puertas permanecen abiertas, sin guardias a la vista. Salen en grupos, solos, o en familias; se dispersan entre la gente, con la frente baja y una sonrisa idéntica en el rostro. Reparten objetos desconocidos, que apenas al recibir la gente sabe cómo emplear. Se entregan porciones generosas de platos que seducen los sentidos de los rebeldes con un poder inusitado. Entregan a cada uno un sabor que no puede describir, y la gente comienza a probar el plato del vecino, degusta el de sus hijos, comparte el propio.
Luego, ante los ojos que miran y no pueden dar crédito al evento extraordinario, se aproximan a los aguerridos luchadores de las afueras de los muros de la ciudad, les entregan un plato a cada uno, y en medio de un silencio lleno de sorpresas -aunque vacío de murmuraciones- los conducen al interior, cerrando detrás las puertas.
Cuando la inusual escena ha concluido, la gente comienza a despertar de ese estado de estupefacta ensoñación en la que se había sumido. Nadie pudo explicar lo que sintió, lo que conoció ese día, pero sí supieron que había sido trascendental. Sólo pasaron unos momentos hasta que se aventuraron las más variadas opiniones. “Van a matarlos- dice alguien- y luego nos matarán a nosotros, por haber desafiado su ciudad impenetrable”. Una idea sensata, coherente, ante la cual nadie intenta una acción de huida, tal vez movido por la curiosidad y el desconcierto, tal vez envalentonado por el bravío intento de invasión de sus familiares, que permanecen adentro, tal vez por profunda ignorancia de las consecuencias de la temeridad. “Van a entregarles la llave de la ciudad- dice otro. Deben estar viviendo en la miseria. La comida fue una estrategia para confundirnos, y tener tiempo de escapar. ¿No han visto su ropa, pobre y rotosa? La ciudad va a rendirse”. Algunos ojos se iluminan de codicia, pero nadie atina a buscar un arma, o a sus familiares, para poder acaparar lo más posible cuando las puertas sean echadas abajo.
El sol se pone detrás de la ciudad- fuerte, y cuando el cielo rojizo acumula los destellos brillantes de las miles de pantallas metálicas de los muros y los techos, la ciudad parece más amenazadora que nunca. Una nubosidad surrealista, de tonos violáceos, que parece nacer concéntricamente de un punto imaginario en el espacio que se ubicaría en el centro de la mole de acero, acompaña una indescriptible sensación general que va creciendo, y madura en la forma de una idea desencajada que se acercaría fugazmente a la represalia. Una idea compartida de fuerzas chocando, en cuyo entorno todos se sienten expuestos y se esconden tras los arbustos, uno a uno, en un silencio cada vez más habitado por la duda del adentro y la certeza de la muerte que se avecina en la imaginación colectiva del afuera.
Todos han participado de la revolución invasora, y nadie se siente desvinculado de esa acción que saben vil, pero creen necesaria.
Bien entrada la noche, los portones de acero se abren, mostrando su estructural fuerza de dos metros de espesor. La iluminación de la noche aproxima las sombras a un azul marino, que se enciende detrás de los guerreros atacantes que salen, a paso lento, y recién se distinguen de los defensores cuando la puerta se vuelve a cerrar, sin resistencia ninguna de su parte. Traen un semblante sereno y una clama interior que los demás no entienden. Los ven enteros, tranquilos; los rostros otrora desafiantes y violentos se han teñido de una emoción común todavía incomprensible. La gente sale lentamente de sus escondites, y se acerca a los héroes, creyendo que han vencido. Los hombres y mujeres que salieron llevan un mensaje que nadie puede comprender, pero internamente reconocen verdadero todos los que escuchan. Los rodean, les preguntan, los asedian, y no consiguen, de ningún modo, conocer qué piensan realmente esas personas que eran familiares y amigos y ahora se muestran completos, más plenos que cuando entraron. Sin siquiera mirarse, cruzan el río, se sientan del otro lado y miran el horizonte. Parece que descifraran todos los secretos esos ojos que hace apenas unas horas irradiaban emociones que ahora son ajenas a ellos.
Los luchadores flotan -si uno los mira a primera vista- entre la multitud, congregada a unos pasos. Parece un grupo de nómades alrededor de un fuego, tratando de calentarse con electrificante movimiento, pero a una prudencial distancia de las llamas ardorosas que quemarían la piel al más mínimo contacto.
Cuando todos se sientan, los -ahora extraños- recién llegados -¿recién nacidos?- cuentan. Y cuentan como si contaran una historia milenaria. Los oídos oyen, pero no descifran las verdades que se les conceden. Callan, por vergüenza de conocer las palabras, pero no los sentidos que les transfieren al unirlas de esa manera, en frases nunca oídas.
Los niños miran por primera vez, saboreando certezas que los adultos no tienen. Ellos entienden, conocen el sentido, pero carecen de las palabras para decir lo que piensan.
Cuando el desconcierto, ante la revelación, se vuelve insostenible, los sabios entienden que no hay otra opción. Se levantan del suelo, que contiene en su horizonte todo el sol naciente que comienza a entibiar el aire del amanecer. Caminan hacia lugares opuestos desde un centro imaginario. Se detienen mucho más allá de los campos de sembradíos que les pertenecen. Cada uno recoge algo del suelo, y es ciegamente emulado por sus seguidores. Todos los niños, en un mismo movimiento, colocan las piedras fundacionales de los muros que resguardarán su nueva ciudad. 

Lo hecho
Uno a cada lado de la mesa, midiendo sus fuerzas como dos pugilistas. Una alfombra verde, mullida, bajo sus pies. Banquetas altas. El sol entrando a torrentes por la ventana abierta. El escote de ella, entregando sus delicias. La bata de él, escondiendo el aroma del perfume, no menos culpable que ellos. Pies descalzos acurrucándose.
-No podemos.
-No debemos.
Sentados frente a frente. Y ambos, frente al destino. Silencio. Alguna lágrima en un rostro, arrastrando rímel. Distancia y proximidad. Latidos tamborileando a dos ritmos disímiles. Dos pares de ojos mirándose. Dos cerebros pensándose entre sí. Recuerdos de una pasión nacida anoche, y amanecida esta mañana, junto al sol.
-¿Qué pensás?
- Si no tuviera escrúpulos te lo diría. O si fuera el que fui anoche.
Los pechos, agitados, sin tocarse. La mesa, un océano tendido entre dos islas.
-         ¿Qué vamos a hacer?
-         Se lo decimos.
-         ¿Decirle qué?
-         Esto. ¿Te parece poco?
-         No. Me parece cruel.
La puerta de entrada. Una llave girando en la cerradura. El dueño de casa regresando, cansado. Su esposa y su hermano, en la mesa. Esperándolo.
-         Llegué.
En su cabeza, la imagen acogedora de una cama. Ahora, ajena a su piel.
-         Acá, Fede. En la cocina. Está Javier. Tenemos que hablar los tres.
Voces. Gritos. Llanto. Golpes.
Y un cuerpo cayendo sobre el parquet.

Morder el llanto


El pavimento se llenó de vidrio. Hay trocitos por todos lados, incluso debajo de los autos estacionados del otro lado de la calle. Deben ser unos quince metros, tal vez más. Es una alfombra roja tendida en la vereda llena de fragmentarios cristales parecidos a gotas de agua endurecidas, aunque si lo fueran no persistirían bajo este sol que ha salido después de llover.
La calle está cortada. Corren deshilachados hilos carmesí hacia la calle, como el agua cuando uno baldea la vereda. Alguien yace sobre las baldosas acobijado provisoriamente por una sábana que fue blanca, antes de ser su mortaja.
Se ha comenzado a dispersar la gente detrás de las sirenas.
Un rostro bajo un caso rojo hace una mueca. ¿Acaso resignación? ¿Acaso impotencia? ¿Desaprobación? ¿Amargura?
No está bien que diga esto, no debería, no.
Pero yo conocí a este hombre que decidió morar por última vez en ese quinto piso ahora vallado por la policía. Lo conocí porque de algún modo lo saludé, por unos años, y vi en él tal vez una imagen en positivo de lo que él habrá visto, como el negativo de una foto, en tantas otras caras como la mía.
“Convendría apurarse, Vicente”, oigo. “Es de madrugada, pero la calle hoy se va a llenar de gente como siempre”.
Es temprano para mis pobres huesos. Cada día paso casi una hora hasta acostumbrarlos a enderezarse, salirse de la cama, cargar con el peso abotagado de mis excesos. “Juventud permisiva, vejez arrepentida”. Parece que oigo, a veces, entre sueños, a mi madre que me repite las mismas palabras que, de tan ciertas, alguna vez quise decir a mis hijos. Sólo para variar y no mentir, aunque fuera una vez.
Es temprano; apenas va queriendo salir el sol en el horizonte. Pero es un horizonte inmóvil, indiferente, como esas personas que se asombraron, hace una hora, de que un solo hombre, derramándose en el suelo urbano, pudiera haber tenido tanta sangre.
Es temprano pero es tarde porque ahora, que quiero hablar, que debería, no puedo.
Dijo el patrón “Apúrese, hombre” y yo tengo que recoger los vidrios de la calle. Tengo que limpiar la sangre de quien pudo ser más valiente que yo. Él tampoco enfrentó la vida, pero al menos asumió las riendas de su propia muerte. Yo no sé si podría. Hay que tener agallas.
Tengo que juntar millones de piezas transparentes desperdigadas, e intentar no desfallecer al hacerlo. Morder el llanto detrás de la lengua, en la garganta, ahí donde el nudo no se disipa porque habita la tristeza de quien no puede volver atrás y arrepentirse a tiempo.
“Apurate, negro”, me dice mi compañero, que también está enfrascado, como yo, en la limpieza del Complejo. “Y callate”, me digo yo. Me obligo a guardar silencio, me esfuerzo, me atraganto de pena y de vergüenza. “Callate, cobarde”, repito. “Nadie puede saber que ese hombre fue tu hijo”.

PENSAMIENTOS
Dedos palpando ideas rotas, inmisericordes.
Música mental.
Un pájaro se olvida de sus alas
y no puede volar.
Se eleva sobre el musgo una casa
donde mueren las savias, las raíces,
y renacen los soles
de nuevas vidas muertas.
Crecimientos,
estambres,
solsticios,
ciclos,
siglos.
Repetición salvaje de las cosas
que no se nombran.
Labios que encarcelan las palabras.

De repente,
se abren las ventanas de la razón.
Se rasgan la piel los miedos,
siempre cobardes.
Es temprano aún para escapar
-e inútil-.

La vida no se sobrevive.

IMPIADOSA SOMBRA
La luz apaga sigilosamente
los ojos de la noche,
que se asoma a todas las ventanas.

No quiero esa noche que viene
caminando de blanco
-por si un niño extravía su casa-.

No quiero que me dé la mano
no quiero que me lleve
al pozo del que viene.

Alguien le dice “basta”
pero no tiene oídos.
Alguien suplica “por favor”
pero va descalza.

Camina, y es terrible,
porque se detendrá frenando al tiempo.
Su mirada ennegrece y fulmina
todas las cosas blancas.

EL RECUERDO
 I
Se abre lentamente una puerta.
Una mano se adelanta hacia un rostro.
Es de día,
pero el sol no se decide a dejarse ver.
Oscuros senderos de albahaca perfuman el aire.
Sobre el borde del camino se ciernen
los rojos corazones de tomates pequeños.

Anduve escarbando la tierra,
y me aseguré de que nadie me viera.
Busqué en el baúl enterrado un recuerdo.
Apenas delineado, parecía un ojo mirándome.
Creí imposible que existiera
eso que casi no tenía existencia,
y que me viera débilmente
desde la oscuridad de la memoria.

Cuando lo reconocí,
se abrió paso,
adquirió una definición inesperada,
absorbió con pulmones invisibles la esencia de la mañana
y avasalló todas mis barreras.
Fue creciendo, incansable, desde ese momento,
pero ahora
el recuerdo me quema.
Refulge,
tiembla,
me abraza,
me incinera.

Es un preludio de llama,
la misma llama
y una certeza.

Se dispersa encendiendo el nuevo día
y llenándome de sí.
Se apodera de todo lo que soy.
Advierto que sin él no sería.
Mi forma se aliviana,
mis extremidades apenas son visibles.
Apenas soy,
ahora,
la idea de una idea.
Eso es mi esencia.
Y mi forma.
Y mi ser.
Ahora lo sé:
ya dejé para siempre de ser quien no era
para ser quien siempre fui.

II
Caminó siempre
con la boca triste en una mueca.
Rodeado de gente gris
con ojos grises.
Desnudo, dolido, marchito.

Esperó por mil siglos la llamada
de mis manos,
cansadas y roídas.
Esperó con sigilo,
con venganza,
con ternura,
con miedo.
Esperó y hoy me asalta,
como un rumor herido,
el recuerdo.

EL NIÑO

LA INOCENCIA DE UN NIÑO ES SU MAYOR TESORO
NI EL DIAMANTE NI EL ORO TIENEN MAYOR VALOR.
NADIE COARTE A LOS NIÑOS SU IMAGINACIÓN
ÉSE ES EL BIEN SUPREMO DEL QUE LOS DOTÓ DIOS.

(Ingresa al escenario un actor caracterizado como un niño de pelo enrulado, con un short, una remera muy colorida y un libro de cuentos en la mano. Está algo enojado y bufa. Lleva en la otra mano un camioncito o autito de plástico. Se sienta en el piso y lo frota frenéticamente, dejando el libro a un lado. Habla en tono de burla. Una luz tenue se va encendiendo mientras se acomoda en el centro del escenario)

“Andá a jugar al living que estamos hablando cosas de grandes” “No llevés a la tortuga al baño que no nada, no la podés meter en el inodoro” “Dejá tranquilo a ese gato, que tiene patas, no alas” “No le apretés los cachetes a tu hermanita, que la lastimás” “No la muerdas” “No, no, no, no, ¡no!”
(Cambia el tono, pero sigue enojado) No me dejan hacer nada en esta casa. Apenas junte cien pesos me voy a vivir a la casita de muñecas de mi amiga Uriana. Ahí tiene cocinita, baño, ¡y hasta bañadera! Van a ver cómo nada la tortuga ahí. Ya le dije yo a mi amiga que estoy cansado, que me tienen re- podrido y que me voy a llevar toda mi ropa y mis juguetes a su casita. Ella me recibe, dice que vaya cuando quiera, y me invitó también a tomar el té de mentirita, porque tiene un jueguito de té que le regaló su tía Claudia, que ya está más vieja, pobre, cumplió ¡treinta! la semana pasada; seguro tiene miedo de morirse antes del cumple de Uriana, por eso le regaló su jueguito de té de cuando ella era chiquita ahora, y tiene hasta bizcochitos de mentirita, pero yo no fui todavía porque siempre hay un montón de nenas y ningún varón y me da un poco de vergüenza…
Todos me dicen siempre que soy chiquito pero yo no soy chiquito. Ya soy grande. Me voy a ir a trabajar con mi tío, y él no les va a decir a mi papá y a mi mamá dónde estoy.
Y después me voy a casar con Uriana y vamos a vivir los dos en una casa más grande que la de la Barbie, porque es bastante chiquita, y vamos a tener a nuestros hijitos y yo nunca les voy a decir “No hagás esto” “No hagás lo otro” “No le cortes el pelo a tu hermano” o “No corras con un cuchillo en la mano” o “No le des dulce de leche a la tortuga” o “No le tires raid al perro en los ojos” Yo los voy a dejar hacer lo que quieran. No me va a molestar que saquen al pescadito de la pecera y vean un rato cómo mueve la boca y después lo vuelvan a meter, ni que le tiren sal al agua de la pecera que no tiene gusto a nada, ni que cambien las etiquetas de los medicamentos, ni que les peguen a sus compañeritos en la escuela, ni que muerdan todas las masitas de un paquete para que queden todas igualitas y las vuelvan a guardar, ni que les pinten la cara a sus hermanos con la pinturita de uñas de la mamá. Yo los voy a dejar divertirse, porque todo lo que yo hago es para divertirme, no para llamar la atención como dice mi si…mi si…., la señora ésa que me mandan a visitar los martes, ¿cómo se llamaba? Gabriela, Gabriela, sí. Mi si…bueno, no me acuerdo qué es mía pero pariente no es. Tendrían que hacerle caso a mi abuelo, que dice que las cosas de la familia se arreglan en la familia, y que ella no es mi pariente ni nada, que es una extranjera (¿extranjera?) o extraña, no sé…
Porque su casa en el sanatorio es muy linda pero a mí no me gusta nada que ella me pregunte cosas o que se quede mirando cuando me pide que le dibuje una casa y yo a propósito se la pinto toda gris o negra con manchas rojas en las paredes, pero no porque tenga algo malo, como la escuché decirle una vez a mi mamá cuando entró ella y me dejaron un ratito afuera pensando que yo no escuchaba, pero la puerta quedo medio abierta y yo sí escuché, y de los colores y eso, y que por lo menos dibujaba seres humanos completos, entonces no era tan malo. Desde ese día empecé a dibujarnos a mí y a mis hermanos sin manos o sin ojos, y a mis papás sin piernas o sin pelo, o sin boca, y eso a mí me pareció muy gracioso pero a ella no, y ahora parece que me van a mandar dos veces a la semana.
Yo ya estoy harto. Harto de esta vida de mierda, como dice mi papá. Porque si quiero ver cómo se cocina la pizza en el horno no me dejan, y menos si le pongo un vestidito de plástico de las muñecas de mi hermana arriba del queso. ¡Me pegan con el cinto! Pero ya se van a acabar los que hacen cintos, dios los va a castigar más que a mí, porque seguro que ellos inventaron eso de que a los chicos se les pega con el cinto, y eso no es bueno. Nosotros, los chicos, queremos jugar, pero no nos dejan.
Después de todo, ¿los grandes siempre fueron grandes? A veces pienso y pienso y me pongo a pensar y creo que ya nacieron grandes y aburridos. Todo es peligroso o hace mal: comer con el cuchillo y no con el tenedor es peligroso, tomar mucha coca hace mal, hacer llorar a mi hermanito pisándole el pie es malo, mezclar el bidón de nafta con el alcohol de curar y acercar un fósforo para ver qué pasa es peligroso, masticar con la boca abierta es malo, escupir en la cara a mis amigos es malo, sacarle plata a mi papá o a mi mamá de la billetera para comprar caramelos es malo. ¿Para qué está hecha la plata, entonces? Si yo no se las saco ellos no me la dan, por eso lo hago. Dicen que no entienden a quién salí así, porque ellos trabajan como perros para darnos a mí y a mis hermanos todo lo que nos hace falta y yo les pago robándoles. Lo que ellos no entienden es que yo también necesito caramelos y chocolatines, y si yo no les saco plata no me los dan, y me confunde cuando dicen (en tono de burla) “¡¿Así nos pagás?! ¡A nosotros que te damos todo!” Todo no me dan, porque si no yo no les sacaría nada, y además no les pago porque nunca tengo plata así que no los entiendo y sigo haciendo lo que quiero.
Tendría que haber más días del niño en el año, así nos tratan mejor, o por lo menos a mí, que me dicen que soy hijo del demonio. No entiendo tampoco, si soy el hijo del demonio, por qué no vivo con él. Él seguro que me daría todo lo que yo necesito. No entiendo por qué me abandonó. ¿Y mi mamá? Si soy hijo del demonio, ¿quién será mi mamá? Mi mamá no puede ser porque a ella le da miedo el demonio y se la pasa rezando para que –dice- “salga de mi cuerpo”, y mi papá no es el demonio porque no hace cosas malas como dicen que hago yo. Mi abuela, la mamá de mi papá (del que no es mi papá), siempre dice que mi papá tiene que ser un santo para aguantarla a mi mamá (que no es mi mamá). Ahora que lo pienso un poco, siempre se echan la culpa para que yo no sea el hijo, así que ahora me doy cuenta de que seguramente todos tienen razón y yo sí soy el hijo del demonio.
Yo voy bien, entonces, porque, si todo lo que hago lo hago mal, mi papá seguramente estaría orgulloso de mí (mi papá el demonio, el que sí es mi papá, no el otro, que me trata mal pero se porta bien según la mamá de él que tampoco es mi abuela) y mi mamá también ( mi mamá mamá, no la de mentira), que todavía no sé quién es, porque hay que ser muy madre para tener un hijo con el demonio, aunque después me hayan abandonado. Y si me están mirando, seguro que me van a venir a buscar, porque ya que dicen que dios está en todas partes segurito que el diablo también, entonces estará esperando para venir a rescatarme de esta familia que no es mi familia para llevarme con él a ese lugar caliente que dicen que está rodeado de fuego. Espero que cuando me lleven ya hayan apagado el incendio y ese lugar sea como las sierras y esté cerca de la playa. (¿Vivirá en las sierras mi papá?) A mí siempre me gustó la playa.
(Habla hacia el piso con las manos rodeándole la boca) Papá, mamá, vengan a buscarme así vamos a la playa a jugar con todo lo que no me dejan jugar acá. Tengo escondidas (cuenta con los dedos) un arma que le robé a mi abuelo (el papá de mi mamá que no es mi mamá), dos cuchillitos de la cocina de la mamá esta que tengo pero que no es la mía, una espada de la guerra de las galaxias, y me llevo al gato, al perro y al pescadito para hacerles allá todo lo que acá no puedo hacer. Pero no se tarden en venir, ¿eh? Miren que mañana me quieren llevar a la si… si… si…. (chasquea con la lengua y se va retirando del escenario, llevando sus juguetes, mientras se atenúa la luz ) de Gabriela y ya no se me ocurre qué mas dibujarle, ¿eh? Ahora, por si me están mirando, voy a tirar al gato del techo varias veces a ver si se muere o cae parado. Miren bien, ¿eh? Y vengan pronto…


LA MALDICIÓN DEL CARGOSO

(Una secretaria se muestra bastante ocupada frente a un escritorio. Acomoda unos papeles, escribe sobre algunos un número o palabra y los separa, mientras que mete otros en un sobre y le coloca los datos correspondientes y un sello. Suena el teléfono. Atiende terminando de escribir el sobre y sacando otros papeles de un cajón, sobre los que va escribiendo y que acomoda mientras se desarrolla la conversación telefónica.)
- Futt, Lindom y Asociados. Buenas tardes. ¿En qué puedo servirle?
- Hola, divina, ¿cómo estás?
- (Desconcertada) ¿Hola? Habla con Futt, Lindom y Asociados, ¿lo puedo ayudar en algo?
- Sí, corazón, tratándose de un ángel como vos, podrías ayudarme en muchas cosas…
-Disculpe… Este es el número de un Estudio jurídico, ¿con quién quiere hablar? Corrobore: usted llamó al 4476…
- (La interrumpe.) Sí, bombón, sí, sé dónde estoy hablando y es precisamente al número que necesito hablar para encontrarte a esta hora. ¿De verdad que todavía no sabés quién soy?
- La verdad que no, pero…(piensa) ¿Román?
- Al fin, hermosa. Creí que ya te estabas olvidando de mí.
- (Confundida, comenzando a enojarse) Pero, yo creí que te había quedado claro la otra noche. Además estoy trabajando. ¿Cómo supiste el número del estudio? (Mira hacia una puerta en el costado y baja la voz) Te voy a colgar, no puedo hablar en el trabajo…
- No, no, pará. Es que la otra noche me pasé un poco de la raya y quería disculparme. Yo pensé que era el momento para… (se pone nervioso) bueno, ya sabés, y quería disculparme como la gente. ¿Te venís a tomar algo al café de la esquina? Estoy sentado al lado de la ventana sobre la calle Funes.
- ¿Cómo? (se incomoda) estás en la esquina de mi trabajo y encima me llamás por teléfono?
- Me pareció mucho ir para allá.
-(Lo corta) ¿Venir? Pero, ¿vos estás loco? A mí me van a echar si saben solamente que llevo (mira el reloj) cuatro minutos de charla con una llamada personal…Tengo que colgarte. Estás disculpado, quedate tranquilo, pero no llames más.
- No, dulce, yo sé que no me hablás en serio. Estás tensa. Vení dos minutos, te relajás, tomamos algo y te explico lo que me pasó.
- No quiero y no puedo. Estoy trabajando, te dije.
-(La interrumpe) ¿Ves lo nerviosa que estás? No te vendría mal salir de esa oficina de dos por dos un ratito para charlar con un amigo, ¿no? A ningún amigo se le niega un café…
- ¿Vos no entendés que estoy ocupada? Yo te disculpo, ya me había olvidado; es más, pero por favor te dejo y me pongo a trabajar que en cualquier momento sale mi jefe y me echa. (Amaga con colgar y vuelve a mirar la puerta, pero escucha a tiempo)
- Entonces voy para allá. Son dos minutos. Pero no puedo decírtelo por teléfono.
- ¡¿Qué?! (se enfurece. Se para, habla más fuerte y se mueve frenéticamente por toda la oficina) ¿Venir para acá? ¿Pero vos estás loco? ¿Querés que me quede sin trabajo? ¿Estás tomando Whisky, vos? ¿Qué te pasa? ¡¡¡Ni se te ocurra!!! ¡Te saco con la policía, mirá!!! ¡Te denuncio por acosador! No llames más, ni pases por la puerta de mi casa ni te acerques a quince cuadras de mi trabajo porque te mato, ¿me oís? Y olvidate de los “encuentros casuales” en la casa de tu amigo Francisquito, porque los frío en aceite a los dos y después los corto en pedacitos y se los doy de comer a mis Rotweiller, que les encanta la comida chatarra. Lejos, pibe, porque no la contás.
- Ok. Ok. No te alteres. Si yo sé que sos un bomboncito… estás estresada, por eso decís todo eso, pero si me escucharas te tranquilizarías y verías que yo te convengo, mimosa, que soy buena gente. Calmate, que te vas a arrugar.
(Ella se toca mecánicamente la frente)
- Mirá, estúpido; vos calmate y bajá el celo con una bañadera de hielo, pelotudo; a mí no me hace falta calmarme. Me hace falta que tipos como vos sean ahogados al nacer así no les rompen las pelotas a minas tranquilas y sosegadas y pacíficas como yo. Sos un pesado y un maniático. (casi grita esta última palabra)
- Vos decís eso porque estás encerrada en esa covacha de mierda un día hermoso como hoy, que un amigo como yo te invita a salir un minuto y despejarte. Estás un poquito trastornada, mujer; por eso te ponés así, pero con el tiempo vas a ver que somos tal para cual.
- ¿Con el tiempo? ¿Qué tiempo? ¡Andá a la concha de tu madre! Si te veo otra vez, aunque sea en el supermercado, te tiro desodorante de ambientes en los ojos, y te meto veneno para ratas en la boca mientras gritás y te retorcés. Yo tenía paciencia con idiotas como vos, ¿qué digo como vos? ¡Como vos ninguno, nene! Espero que hayan roto el molde cuando te hicieron porque te juro que si hay otro me toca a mí, y a ése lo mato antes de que me haga lo que intentaste hacer el otro día vos, gil.  Nunca me acostaría con vos, ni drogada, mirá. ¿De qué tiempo me hablás? ¿Por qué no te parás delante de un colectivo y esperás que te levante y te deje en pedacitos sobre la vereda? Es la única forma en que podría reproducirse y desparramarse por toda la tierra un engendro antinatural como vos.
- Ok, nena, te dejo porque esto ya se está poniendo denso y no me banco las minas histéricas. Un poco está bien, pero a ese grado…Al final se confirmó lo que yo pensaba: no me perdonaste un carajo y sos una resentida; así que no me llames porque no te voy a atender. Cuando te arrepientas va a ser tarde, chiquita, y vas a estar sola, vieja y arrugada. Ya no te queda mucha juventud, bebé. Entonces, ni los giles se te van a acercar. Te acabás de perder un buen partido, querida. ¡Bye!¡Bye! (cuelga bruscamente)

(Ella queda agitada y sobresaltada. Se apoya respirando dificultosamente con ambas manos sobre el escritorio. Se sienta y toma agua de un vaso que tenía al costado.)
-    ¿Yo arrepentirme?  
(Saca un espejito de un cajón y se mira tocando notablemente las patas de gallo y las arrugas de la frente. Pone cara de preocupación.
Se apaga la luz.)

Cortesía

Corrió bajo la lluvia. Deseó haberse puesto unos zapatos bajos, para poder hacerlo más rápido, con más libertad. Se aprontó al ascensor, que ya estaba abierto por una mano masculina.
-Buenos días.
-Buenos días.
Ella cerró la puerta del cubículo.
-¿Piso?- oyó.
-Ocho- dijo. Gracias.
La mano, fuerte, marcó dos números en el panel. Había salido de las mangas de un saco negro perfectamente calzado en un cuerpo como cualquier guante- pensó ella-, calzaría en esos cinco perfectos dedos varoniles. Un rostro de por sí luminoso la miró bajo la estridencia de las dicroicas que adornaban el cuboide espejado.
Él sonrió cuando le dijo:
-Llueve mucho, ¿no?
Ella agachó levemente la cabeza repitiendo un mohín que llevaba reiterando desde la infancia, cuando le copiaba a su padre sus gestos frente al retrovisor.
-Sí, afuera cae un diluvio.
Un perfume a violetas, naciendo del pañuelo que la mujer llevaba al cuello, se esparcía entremezclándose con un aroma a sándalo y madera que provenía de la camisa impecable del caballero.
Ella empezó a pensar en una cama llena de pieles, y colocó en su escenario, alentada por el frío mojado que trepaba desde sus rodillas empapadas por la lluvia, ese rostro sensual que desafiaba la gravedad del otro lado de la cabina, e imaginó que debajo de la ropa habría una escultura humana dispuesta a protagonizar su sueño templado por el deseo.
Él también creó su escenografía mentalmente, aunque no primaran tantos detalles, sino apenas la centralidad del erotismo que esa figura le provocaba. Por supuesto, desnuda. Por supuesto, en estéreo. Por supuesto, entregada a su placer.
Cualquiera que los viera, al entrar allí, hubiera visto dos figuras de mármol, en un ambiente decididamente raro, con menos oxígeno del habitual. Esto, sin generar mayores impresiones. Ambos eran conscientes de su extrañeza y de la atracción singular que el otro le despertaba, pero ignoraban que era mutuo; ignoraban que el volcán de las pasiones se alistaba para estallar entre ellos.
Llegaron al seis. Él sonrió giocondamente.
-Chau. Buen viaje.
Ella apenas levantó la vista para ver unos ojos que nunca más estarían al alcance de los suyos. Pensó: “Qué ojos negros tan azules”.
- Gracias. Que tenga un buen día.
-¿Yo? Ya lo estoy teniendo. Igual para usted.
Su pequeña y temblorosa mano cerró la puerta desde adentro. Su boca, entretanto, imitaba el esbozo de una sonrisa tensa. A él le pareció que el tiempo se detenía en esos labios, y por un momento creyó que su corazón le saltaría por la boca.
Los lustrosos zapatos del hombre bajaron las escaleras lentamente. Tres pisos pisando apenas el suelo. Pensó: “¡Qué belleza!” y quedó todo el día adherido a la idea de esas piernas torneadas enroscándose en su cintura.
Durante meses, tomaron el ascensor a la misma hora. Nunca más se vieron.
Nunca sabrán quién era ese hombre o esa mujer. Nunca podrán recrear la escena más erótica de sus vidas. Nunca volverá ella a ver esos ojos decididamente negros que le recordaron las olas. Nunca volverá él a oír el latido ahogado y sordo, como galopante, de su propio corazón en una loca carrera inmóvil como la de esa mañana.
Y todo porque, en el magnetismo irrespirable de esa caja espejada, un reloj adelantó dos minutos.