PLATIÁGORA,
LA INVASIÓN
Caballos
de relinchos sangrientos atropellan las piedras con armaduras negras de metal.
Se ha oído que Platiágora tiene una entrada secreta escondida en uno de sus
esbeltos muros. Se ha dicho -se ha supuesto- que los guardias armados no
estarían aguardando el empellón del otro lado porque hoy es el aniversario de
la ciudad, y la gente se reúne sin excepciones a cocinar en la plaza, debajo de
los árboles, todas las recetas que representan su gastronomía ignota.
Se
habla de sabores inexplicables, de especias generadas allí mismo, que,
transmitidos de generación en generación, han evolucionado de manera tal que ningún
paladar ha probado nunca si no ha vivido allí. “La tradición no debe ser una maldición- dicen- que repita al infinito los errores del
pasado, sino un trampolín hacia el futuro, y sólo se mantiene intacto lo que
adquiere sentido para cada generación”. Del mismo modo, actúan frente a
todas sus acciones. Sólo puede dedicarse a una profesión alguien que pueda
hacerla sumando algo nuevo y valioso a
dicho trabajo. “La vocación- dicen- no es más que la inclinación creativa y
productiva hacia algo, y la creatividad es un llamado de los creadores, que les
avisan a las personas, mediante su don, que su destino es el que ellas elijan,
porque es el que mejor podrán realizar”. Una de sus máximas –siempre
indagaciones, nunca afirmaciones- es: “El
maestro sólo puede enseñar cuando su modo de ver las cosas es original y poderoso,
si no, ¿qué enseñaría a quienes viven en su propia cultura que ya no supieran
por vivir en ella, antes o después?”
Los
métodos de su majestuosa cocina son igualmente misteriosos: carnes cocidas a la
leña que conservan su color rojo aún después de horas de ablandarse entre ramas
en el fuego, vegetales desmesurados que untan en cremas de colores insólitos,
como el naranja, el azul y el violeta; olores que despiertan y alientan el
apetito; aromas que activan las pasiones humanas o las calman; fragancias que
endulzan todos los otros sentidos en un festival de colores, imágenes y sabores
desconocidos.
Nadie
puede decir de dónde provienen los rumores, pero se han oído voces traídas por
el viento -que es de todos- y extraños efluvios y humos tonalizados con las más
variadas combinaciones de color, incongruentes con los alimentos conocidos por
los de afuera.
Todos
los ojos miran y no ven. Todos los oídos oyen y no escuchan.
La
fiesta, adentro, continúa.
Los
intentos son alentados por la gente, agolpada en los abismos. Todos quieren
entrar, saber, descubrir, qué sucede ahí dentro. Los más valientes gritan, se
dan recíproco aliento, se sostienen en su pretensión absurda de atravesar las
barreras infranqueables del microplaneta.
Cuando
parece que los muros fueran a ceder, se torna un fragmento de roca
impenetrable; y otra vez a golpear, a hachar, a empujar, a derroer la
incertidumbre con un ácido, una mezcla indescifrable, un artefacto diseñado
para desarmar los cimientos de un monasterio decimonónico.
Se
oye un silencio tenebroso de golpe.
Una
horda de habitantes de la fortaleza se dispone a salir, y trae enormes canastas
con ofrendas para los valerosos invasores. Todos vienen descalzos, y llevan
abundantes manjares exquisitos y ropajes andrajosos. Detrás de ellos, las
puertas permanecen abiertas, sin guardias a la vista. Salen en grupos, solos, o
en familias; se dispersan entre la gente, con la frente baja y una sonrisa
idéntica en el rostro. Reparten objetos desconocidos, que apenas al recibir la
gente sabe cómo emplear. Se entregan porciones generosas de platos que seducen
los sentidos de los rebeldes con un poder inusitado. Entregan a cada uno un
sabor que no puede describir, y la gente comienza a probar el plato del vecino,
degusta el de sus hijos, comparte el propio.
Luego,
ante los ojos que miran y no pueden dar crédito al evento extraordinario, se
aproximan a los aguerridos luchadores de las afueras de los muros de la ciudad,
les entregan un plato a cada uno, y en medio de un silencio lleno de sorpresas -aunque
vacío de murmuraciones- los conducen al interior, cerrando detrás las puertas.
Cuando
la inusual escena ha concluido, la gente comienza a despertar de ese estado de
estupefacta ensoñación en la que se había sumido. Nadie pudo explicar lo que
sintió, lo que conoció ese día, pero sí supieron que había sido trascendental.
Sólo pasaron unos momentos hasta que se aventuraron las más variadas opiniones. “Van a matarlos- dice alguien- y luego nos matarán a nosotros, por haber
desafiado su ciudad impenetrable”. Una idea sensata, coherente, ante la
cual nadie intenta una acción de huida, tal vez movido por la curiosidad y el
desconcierto, tal vez envalentonado por el bravío intento de invasión de sus
familiares, que permanecen adentro, tal vez por profunda ignorancia de las
consecuencias de la temeridad. “Van a
entregarles la llave de la ciudad- dice otro. Deben estar viviendo en la miseria. La comida fue una estrategia para
confundirnos, y tener tiempo de escapar. ¿No han visto su ropa, pobre y rotosa?
La ciudad va a rendirse”. Algunos ojos se iluminan de codicia, pero nadie
atina a buscar un arma, o a sus familiares, para poder acaparar lo más posible
cuando las puertas sean echadas abajo.
El
sol se pone detrás de la ciudad- fuerte, y cuando el cielo rojizo acumula los
destellos brillantes de las miles de pantallas metálicas de los muros y los
techos, la ciudad parece más amenazadora que nunca. Una nubosidad surrealista,
de tonos violáceos, que parece nacer concéntricamente de un punto imaginario en
el espacio que se ubicaría en el centro de la mole de acero, acompaña una
indescriptible sensación general que va creciendo, y madura en la forma de una
idea desencajada que se acercaría fugazmente a la represalia. Una idea
compartida de fuerzas chocando, en cuyo entorno todos se sienten expuestos y se
esconden tras los arbustos, uno a uno, en un silencio cada vez más habitado por
la duda del adentro y la certeza de la muerte que se avecina en la imaginación
colectiva del afuera.
Todos
han participado de la revolución invasora, y nadie se siente desvinculado de
esa acción que saben vil, pero creen necesaria.
Bien
entrada la noche, los portones de acero se abren, mostrando su estructural
fuerza de dos metros de espesor. La iluminación de la noche aproxima las
sombras a un azul marino, que se enciende detrás de los guerreros atacantes que
salen, a paso lento, y recién se distinguen de los defensores cuando la puerta
se vuelve a cerrar, sin resistencia ninguna de su parte. Traen un semblante
sereno y una clama interior que los demás no entienden. Los ven enteros,
tranquilos; los rostros otrora desafiantes y violentos se han teñido de una
emoción común todavía incomprensible. La gente sale lentamente de sus
escondites, y se acerca a los héroes, creyendo que han vencido. Los hombres y
mujeres que salieron llevan un mensaje que nadie puede comprender, pero
internamente reconocen verdadero todos los que escuchan. Los rodean, les
preguntan, los asedian, y no consiguen, de ningún modo, conocer qué piensan
realmente esas personas que eran familiares y amigos y ahora se muestran
completos, más plenos que cuando entraron. Sin siquiera mirarse, cruzan el río,
se sientan del otro lado y miran el horizonte. Parece que descifraran todos los
secretos esos ojos que hace apenas unas horas irradiaban emociones que ahora
son ajenas a ellos.
Los
luchadores flotan -si uno los mira a primera vista- entre la multitud,
congregada a unos pasos. Parece un grupo de nómades alrededor de un fuego, tratando
de calentarse con electrificante movimiento, pero a una prudencial distancia de
las llamas ardorosas que quemarían la piel al más mínimo contacto.
Cuando
todos se sientan, los -ahora extraños- recién llegados -¿recién nacidos?-
cuentan. Y cuentan como si contaran una historia milenaria. Los oídos oyen,
pero no descifran las verdades que se les conceden. Callan, por vergüenza de
conocer las palabras, pero no los sentidos que les transfieren al unirlas de
esa manera, en frases nunca oídas.
Los
niños miran por primera vez, saboreando certezas que los adultos no tienen.
Ellos entienden, conocen el sentido, pero carecen de las palabras para decir lo
que piensan.
Cuando
el desconcierto, ante la revelación, se vuelve insostenible, los sabios
entienden que no hay otra opción. Se levantan del suelo, que contiene en su
horizonte todo el sol naciente que comienza a entibiar el aire del amanecer.
Caminan hacia lugares opuestos desde un centro imaginario. Se detienen mucho
más allá de los campos de sembradíos que les pertenecen. Cada uno recoge algo
del suelo, y es ciegamente emulado por sus seguidores. Todos los niños, en un
mismo movimiento, colocan las piedras fundacionales de los muros que resguardarán
su nueva ciudad.
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