viernes, 15 de febrero de 2013


PLATIÁGORA, LA INVASIÓN
Caballos de relinchos sangrientos atropellan las piedras con armaduras negras de metal. Se ha oído que Platiágora tiene una entrada secreta escondida en uno de sus esbeltos muros. Se ha dicho -se ha supuesto- que los guardias armados no estarían aguardando el empellón del otro lado porque hoy es el aniversario de la ciudad, y la gente se reúne sin excepciones a cocinar en la plaza, debajo de los árboles, todas las recetas que representan su gastronomía ignota.
Se habla de sabores inexplicables, de especias generadas allí mismo, que, transmitidos de generación en generación, han evolucionado de manera tal que ningún paladar ha probado nunca si no ha vivido allí. “La tradición no debe ser una maldición- dicen- que repita al infinito los errores del pasado, sino un trampolín hacia el futuro, y sólo se mantiene intacto lo que adquiere sentido para cada generación”. Del mismo modo, actúan frente a todas sus acciones. Sólo puede dedicarse a una profesión alguien que pueda hacerla sumando algo nuevo y  valioso a dicho trabajo. “La vocación- dicen- no es más que la inclinación creativa y productiva hacia algo, y la creatividad es un llamado de los creadores, que les avisan a las personas, mediante su don, que su destino es el que ellas elijan, porque es el que mejor podrán realizar”. Una de sus máximas –siempre indagaciones, nunca afirmaciones- es: “El maestro sólo puede enseñar cuando su modo de ver las cosas es original y poderoso, si no, ¿qué enseñaría a quienes viven en su propia cultura que ya no supieran por vivir en ella, antes o después?”
Los métodos de su majestuosa cocina son igualmente misteriosos: carnes cocidas a la leña que conservan su color rojo aún después de horas de ablandarse entre ramas en el fuego, vegetales desmesurados que untan en cremas de colores insólitos, como el naranja, el azul y el violeta; olores que despiertan y alientan el apetito; aromas que activan las pasiones humanas o las calman; fragancias que endulzan todos los otros sentidos en un festival de colores, imágenes y sabores desconocidos.
Nadie puede decir de dónde provienen los rumores, pero se han oído voces traídas por el viento -que es de todos- y extraños efluvios y humos tonalizados con las más variadas combinaciones de color, incongruentes con los alimentos conocidos por los de afuera.
Todos los ojos miran y no ven. Todos los oídos oyen y no escuchan.
La fiesta, adentro, continúa.
Los intentos son alentados por la gente, agolpada en los abismos. Todos quieren entrar, saber, descubrir, qué sucede ahí dentro. Los más valientes gritan, se dan recíproco aliento, se sostienen en su pretensión absurda de atravesar las barreras infranqueables del microplaneta.
Cuando parece que los muros fueran a ceder, se torna un fragmento de roca impenetrable; y otra vez a golpear, a hachar, a empujar, a derroer la incertidumbre con un ácido, una mezcla indescifrable, un artefacto diseñado para desarmar los cimientos de un monasterio decimonónico.
Se oye un silencio tenebroso de golpe.
Una horda de habitantes de la fortaleza se dispone a salir, y trae enormes canastas con ofrendas para los valerosos invasores. Todos vienen descalzos, y llevan abundantes manjares exquisitos y ropajes andrajosos. Detrás de ellos, las puertas permanecen abiertas, sin guardias a la vista. Salen en grupos, solos, o en familias; se dispersan entre la gente, con la frente baja y una sonrisa idéntica en el rostro. Reparten objetos desconocidos, que apenas al recibir la gente sabe cómo emplear. Se entregan porciones generosas de platos que seducen los sentidos de los rebeldes con un poder inusitado. Entregan a cada uno un sabor que no puede describir, y la gente comienza a probar el plato del vecino, degusta el de sus hijos, comparte el propio.
Luego, ante los ojos que miran y no pueden dar crédito al evento extraordinario, se aproximan a los aguerridos luchadores de las afueras de los muros de la ciudad, les entregan un plato a cada uno, y en medio de un silencio lleno de sorpresas -aunque vacío de murmuraciones- los conducen al interior, cerrando detrás las puertas.
Cuando la inusual escena ha concluido, la gente comienza a despertar de ese estado de estupefacta ensoñación en la que se había sumido. Nadie pudo explicar lo que sintió, lo que conoció ese día, pero sí supieron que había sido trascendental. Sólo pasaron unos momentos hasta que se aventuraron las más variadas opiniones. “Van a matarlos- dice alguien- y luego nos matarán a nosotros, por haber desafiado su ciudad impenetrable”. Una idea sensata, coherente, ante la cual nadie intenta una acción de huida, tal vez movido por la curiosidad y el desconcierto, tal vez envalentonado por el bravío intento de invasión de sus familiares, que permanecen adentro, tal vez por profunda ignorancia de las consecuencias de la temeridad. “Van a entregarles la llave de la ciudad- dice otro. Deben estar viviendo en la miseria. La comida fue una estrategia para confundirnos, y tener tiempo de escapar. ¿No han visto su ropa, pobre y rotosa? La ciudad va a rendirse”. Algunos ojos se iluminan de codicia, pero nadie atina a buscar un arma, o a sus familiares, para poder acaparar lo más posible cuando las puertas sean echadas abajo.
El sol se pone detrás de la ciudad- fuerte, y cuando el cielo rojizo acumula los destellos brillantes de las miles de pantallas metálicas de los muros y los techos, la ciudad parece más amenazadora que nunca. Una nubosidad surrealista, de tonos violáceos, que parece nacer concéntricamente de un punto imaginario en el espacio que se ubicaría en el centro de la mole de acero, acompaña una indescriptible sensación general que va creciendo, y madura en la forma de una idea desencajada que se acercaría fugazmente a la represalia. Una idea compartida de fuerzas chocando, en cuyo entorno todos se sienten expuestos y se esconden tras los arbustos, uno a uno, en un silencio cada vez más habitado por la duda del adentro y la certeza de la muerte que se avecina en la imaginación colectiva del afuera.
Todos han participado de la revolución invasora, y nadie se siente desvinculado de esa acción que saben vil, pero creen necesaria.
Bien entrada la noche, los portones de acero se abren, mostrando su estructural fuerza de dos metros de espesor. La iluminación de la noche aproxima las sombras a un azul marino, que se enciende detrás de los guerreros atacantes que salen, a paso lento, y recién se distinguen de los defensores cuando la puerta se vuelve a cerrar, sin resistencia ninguna de su parte. Traen un semblante sereno y una clama interior que los demás no entienden. Los ven enteros, tranquilos; los rostros otrora desafiantes y violentos se han teñido de una emoción común todavía incomprensible. La gente sale lentamente de sus escondites, y se acerca a los héroes, creyendo que han vencido. Los hombres y mujeres que salieron llevan un mensaje que nadie puede comprender, pero internamente reconocen verdadero todos los que escuchan. Los rodean, les preguntan, los asedian, y no consiguen, de ningún modo, conocer qué piensan realmente esas personas que eran familiares y amigos y ahora se muestran completos, más plenos que cuando entraron. Sin siquiera mirarse, cruzan el río, se sientan del otro lado y miran el horizonte. Parece que descifraran todos los secretos esos ojos que hace apenas unas horas irradiaban emociones que ahora son ajenas a ellos.
Los luchadores flotan -si uno los mira a primera vista- entre la multitud, congregada a unos pasos. Parece un grupo de nómades alrededor de un fuego, tratando de calentarse con electrificante movimiento, pero a una prudencial distancia de las llamas ardorosas que quemarían la piel al más mínimo contacto.
Cuando todos se sientan, los -ahora extraños- recién llegados -¿recién nacidos?- cuentan. Y cuentan como si contaran una historia milenaria. Los oídos oyen, pero no descifran las verdades que se les conceden. Callan, por vergüenza de conocer las palabras, pero no los sentidos que les transfieren al unirlas de esa manera, en frases nunca oídas.
Los niños miran por primera vez, saboreando certezas que los adultos no tienen. Ellos entienden, conocen el sentido, pero carecen de las palabras para decir lo que piensan.
Cuando el desconcierto, ante la revelación, se vuelve insostenible, los sabios entienden que no hay otra opción. Se levantan del suelo, que contiene en su horizonte todo el sol naciente que comienza a entibiar el aire del amanecer. Caminan hacia lugares opuestos desde un centro imaginario. Se detienen mucho más allá de los campos de sembradíos que les pertenecen. Cada uno recoge algo del suelo, y es ciegamente emulado por sus seguidores. Todos los niños, en un mismo movimiento, colocan las piedras fundacionales de los muros que resguardarán su nueva ciudad. 

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