viernes, 15 de febrero de 2013


Morder el llanto


El pavimento se llenó de vidrio. Hay trocitos por todos lados, incluso debajo de los autos estacionados del otro lado de la calle. Deben ser unos quince metros, tal vez más. Es una alfombra roja tendida en la vereda llena de fragmentarios cristales parecidos a gotas de agua endurecidas, aunque si lo fueran no persistirían bajo este sol que ha salido después de llover.
La calle está cortada. Corren deshilachados hilos carmesí hacia la calle, como el agua cuando uno baldea la vereda. Alguien yace sobre las baldosas acobijado provisoriamente por una sábana que fue blanca, antes de ser su mortaja.
Se ha comenzado a dispersar la gente detrás de las sirenas.
Un rostro bajo un caso rojo hace una mueca. ¿Acaso resignación? ¿Acaso impotencia? ¿Desaprobación? ¿Amargura?
No está bien que diga esto, no debería, no.
Pero yo conocí a este hombre que decidió morar por última vez en ese quinto piso ahora vallado por la policía. Lo conocí porque de algún modo lo saludé, por unos años, y vi en él tal vez una imagen en positivo de lo que él habrá visto, como el negativo de una foto, en tantas otras caras como la mía.
“Convendría apurarse, Vicente”, oigo. “Es de madrugada, pero la calle hoy se va a llenar de gente como siempre”.
Es temprano para mis pobres huesos. Cada día paso casi una hora hasta acostumbrarlos a enderezarse, salirse de la cama, cargar con el peso abotagado de mis excesos. “Juventud permisiva, vejez arrepentida”. Parece que oigo, a veces, entre sueños, a mi madre que me repite las mismas palabras que, de tan ciertas, alguna vez quise decir a mis hijos. Sólo para variar y no mentir, aunque fuera una vez.
Es temprano; apenas va queriendo salir el sol en el horizonte. Pero es un horizonte inmóvil, indiferente, como esas personas que se asombraron, hace una hora, de que un solo hombre, derramándose en el suelo urbano, pudiera haber tenido tanta sangre.
Es temprano pero es tarde porque ahora, que quiero hablar, que debería, no puedo.
Dijo el patrón “Apúrese, hombre” y yo tengo que recoger los vidrios de la calle. Tengo que limpiar la sangre de quien pudo ser más valiente que yo. Él tampoco enfrentó la vida, pero al menos asumió las riendas de su propia muerte. Yo no sé si podría. Hay que tener agallas.
Tengo que juntar millones de piezas transparentes desperdigadas, e intentar no desfallecer al hacerlo. Morder el llanto detrás de la lengua, en la garganta, ahí donde el nudo no se disipa porque habita la tristeza de quien no puede volver atrás y arrepentirse a tiempo.
“Apurate, negro”, me dice mi compañero, que también está enfrascado, como yo, en la limpieza del Complejo. “Y callate”, me digo yo. Me obligo a guardar silencio, me esfuerzo, me atraganto de pena y de vergüenza. “Callate, cobarde”, repito. “Nadie puede saber que ese hombre fue tu hijo”.

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